domingo, julio 08, 2007

"Vanguardia" y "revolución", ideas-fuerza en el arte argentino de los 60/70

Como comenté hace un par de semanas ha salido ya el último número de la revista Brumaria titulado Arte y Revolución, el cual recoge la serie de conferencias presentadas en La Casa Encendida (Madrid) en el encuentro Arte y Revolución. Descongreso sobre Historia(s) del arte, organizado por la revista como parte de su participación en Documenta 12 Magazines Project.

Algunos de estos textos ya han circulado por la red. El ensayo del cubano Gerardo Mosquera titulado "Arte y política: contradicciones, disyuntivas, posibilidades" puede leerse aquí; al igual que el texto de Brian Holmes, "Investigaciones extradisciplinares. Hacia una nueva crítica de las instituciones", ha sido publicado aquí.

Así aprovecho la oportunidad para publicar el texto de la historiadora argentina Ana Longoni titulado "'Vanguardia' y 'revolución', ideas-fuerza en el arte argentino de los 60/70" que gentilmente me envía la autora. Este texto retoma algunas ideas de uno anterior publicado en Santiago de Chile hace un par de años (ver: "Vanguardia y revolución. Ideas y prácticas artístico-políticas en la Argentina de los sesenta y setenta" En: Pablo Oyarzún, Nelly Richard y Claudia Zaldívar (eds.) Arte y Política. Santiago de Chile, Universidad Arcis, 2005), observando el cruce y las divergencias de dos conceptos claves para entender gran parte del recorrido del arte latinoamericano de aquellos años, localizados en esta oportunidad por Longoni en ciertos hitos claves que articulan arte y política en el contexto argentino de los años Sesenta y Setenta.
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“Vanguardia” y “revolución”,
ideas-fuerza en el arte argentino de los 60/70

Ana Longoni

En el marco de la investigación que llevo a cabo acerca de las relaciones entre vanguardia artística y vanguardia política en Argentina de los años 60/70, me pregunto aquí por los modos en que vanguardia y revolución funcionaron como ideas-fuerza, valores en disputa y en redefinición continua, a veces vectores o dispositivos aglutinantes; otras, herramientas de impugnación al oponente. Un vasto repertorio de intervenciones artísticas (producciones, tomas de posición, debates e ideas, estrategias individuales o colectivas) señala que del encuentro de estos dos conceptos se desprendieron poéticas y programas artístico-políticos diversos y a veces contrapuestos. Me refiero a los contrastantes modos en que a lo largo de esa época vertiginosa se apuesta por involucrar el arte con el expandido imaginario de cambio social: el arte entendido como motor impulsor de la revolución, como su ejército subordinado, como mundo ajeno a ella. Las metáforas no pueden ser más disímiles, y sin embargo se superponen y se confunden en los mismos sujetos con un ritmo acelerado.
Es evidente que la idea de “revolución” aparece como el locus que da cohesión a los años 60/70, que los vuelve una entidad singular, una época cuya identidad se diferencia del antes y el después por la percepción generalizada de estar viviendo un cambio tajante e inminente en todos los órdenes de la vida. “Como matriz explicativa y afectiva la revolución trascendía en realidad los límites de la política y de la estética”, señala Claudia Gilman.[1] La aspiración hacia un mundo nuevo se alimentaba justamente –como escribía entonces Regis Debray- del “lirismo prometeico de la acción revolucionaria”[2] de un hombre nuevo, capaz de ser artífice de su propio destino.
Los idearios revolucionarios de los 60/70 abrevan en una cultura revolucionaria de larga data. Distintas tradiciones (libertarias, marxistas) se actualizaron y reformularon al confluir con nuevos paradigmas de pensamiento, inquietudes colectivas, experiencias históricas, que dieron lugar a la aparición de formaciones políticas y culturales que pueden englobarse bajo la denominación de “nueva izquierda”: variados movimientos, experiencias e ideas más o menos orgánicas que se separan o nacen por fuera de las viejas estructuras organizativas partidarias y las formas culturales de la izquierda tradicional.
Dentro y fuera de las organizaciones y grupos de la Nueva Izquierda argentina “crecían tendencias que planteaban sus demandas hablando el lenguaje de la ‘liberación nacional’, el ‘socialismo’ y la ‘revolución’, e involucraban no sólo a la clase obrera sino también a importantes franjas de los sectores medios”. De allí resulta un conglomerado de fuerzas políticas, sociales y culturales que es partícipe activo del “intenso proceso de protesta social y agitación política por el cual la sociedad argentina pareció entrar en un proceso de contestación generalizada”.[3] La “crisis del sistema de valores de ‘lo burgués’”[4] se manifiesta en la percepción de que el capitalismo ha entrado en una irreversible decadencia y tiene los días contados. Esta percepción arrastra consigo una profunda desconfianza hacia la democracia y el sistema político liberal y la revalorización del uso de la violencia como única opción legítima en la actividad política.
Pero a diferencia de Cuba desde el triunfo revolucionario de 1959 o incluso del gobierno democrático de la Unidad Popular en Chile entre 1970-73, en Argentina no se puede hablar de una revolución sino más bien un clima triunfalista instalado en amplios sectores sociales acerca de la inminencia o proximidad de la revolución. No hubo revolución sino su deseo (extendido e intensivo), la percepción optimista de que se trataba de un destino histórico inevitable.
Por otro lado, “vanguardia” es una autodefinición recurrente desde muy distintas posiciones en el campo artístico en ese período para nombrar la novedad o lo experimental, aunque se trata de una insistencia que puede resultar llamativa en un contexto internacional en que definirse en términos de vanguardia resulta fuera de época o aparentemente anacrónico.[5] Una serie de razones pueden ayudar a explicarlo. Una, la reedición de la analogía entre vanguardia artística y vanguardia política: un selecto grupo de choque que “hace avanzar” las condiciones para la revolución (artística y/o política). Dos, la fuerte certidumbre, en algunos núcleos intelectuales, de que los medios para la revolución (política) incluían las conquistas y procedimientos del arte y la teoría contemporáneos. Tres, la expansión del arte experimental más allá de sus fronteras conocidas, incorporando nuevos procedimientos y materiales que incluían la política.

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El cruce entre vanguardia y revolución nos lleva concretamente a indagar cómo los artistas inscribieron (o quisieron inscribir) sus producciones e ideas en la imaginación utópica de una nueva sociedad y en los programas políticos concretos que apostaban a una transformación radical de las condiciones de existencia.
Un recorrido por algunos hitos del arte experimental argentino de los 60/70 permite notar que el encuentro entre vanguardia y revolución resultó primero, imaginable; luego, perentorio; más tarde, una superposición de términos equivalentes, y por último, una falacia. Las concatenaciones (para retomar la feliz idea de Gerald Raunig en torno al y de arte y revolución)[6] de superposición o sustitución[7] (vanguardia es revolución) y de transición (de la vanguardia a la revolución) fueron sucesivas traducciones de ese cruce, por cierto que no sólo dentro de la escena argentina.
Cuando el deseo de revolución en la vanguardia se torna imperativo, norte político, ético y estético, la creciente estetización de la idea de revolución acarrea la proclama de la disolución o el fin del arte. Dicho en palabras de 1968 de uno de los artistas que protagoniza ese período, Roberto Jacoby: “se acabó la obra de arte porque la vida y el planeta mismo empiezan a serlo. Por eso se esparce por todas partes una lucha necesaria, sangrienta y hermosa por la creación de un mundo nuevo”.

1. La vanguardia como revolución
En la primera fase de la época, entre mediados de los años 50 y principios de los 60, los artistas que animan la vanguardia (ligada al informalismo) perciben sus provocaciones al arte convencional y las transformaciones que operan sobre materiales y formas como una revolución. En “Arte destructivo”, la primera ambientación del arte argentino (en la galería Lirolay, 1961), provocativa puesta en escena de las rupturas que este momento fundante implica en relación a los cánones dominantes, se evidencia el impulso de destruir con irreverencia, derrumbar y arrasar lo viejo para revolucionar a partir de allí los territorios y las prácticas del arte. La crítica de arte (tanto la tradicional como la de izquierda) coinciden en atacar estos experimentos desde posiciones antivanguardistas (con el argumento de que la vanguardia –o esa vanguardia- no es revolucionaria por más que lo enuncie), lo que en un sentido da cuenta de la maciza cohesión entre vanguardia y revolución que se quería desmontar. Por ejemplo un crítico escribió sobre Arte destructivo: "Un ‘montaje de ruinas’ no destruye nada, no revoluciona nada; se convierte, por lo menos desde nuestro punto de vista, en una dársena pestilente de lo vacío y lo putrefacto”.[8]
La idea de vanguardia como revolución significa, en este contexto, que el artista se siente convocado como un inventor del futuro y la propia materia violentada de sus obras aparece como el espacio donde algo radicalmente nuevo puede emerger. Exponente de esta posición, el pintor Luis Felipe Noé afirma en 1960: “Pintar es nada menos que permutar un mundo por otro”.[9] Cinco años más tarde, en 1965, publica su libro Antiestética, que insiste en los ideales revolucionarios del arte de vanguardia y concibe al artista como un adelantado de la propia sociedad, que va “señalando la capacidad de ésta de acceder a cosas nuevas”. “Su responsabilidad societaria (…) debe ejercerse a través de su hacer”. La figura del intelectual comprometido abriga la representación de la propia práctica específica como actividad política, que en sí misma se concibe capaz de transformar la sociedad.
Ese mismo año, Ricardo Carreira, quien integra el segundo momento de la vanguardia argentina de la época (surgido a mediados de la década y caracterizado por la diversidad de tendencias y vías de experimentación, y por su ritmo vertiginoso), muestra un tríptico de telas de gran formato (destruidas por él mismo durante la última dictadura) que denunciaban la invasión norteamericana a Santo Domingo. Fueron leídas como un quiebre con su obra anterior caracterizada por un fauvismo intimista y alegre. Ante lo que fue llamado “pintura de choque”, Carreira expone su dilema: “Pinto así porque no puedo ir a agarrarme a tiros a Santo Domingo”.[10] Este desplazamiento o sustitución (violentar la pintura en lugar de pelear en el conflicto exterior), permite vislumbrar que la interpelación de la política todavía se traduce en términos de una transfiguración pictórica, mientras que un par de años más tarde llevaría a intelectuales y artistas ­–a Ricardo Carreira mismo- a pasar a la acción política directa y al abandono del arte. Por otro lado, la elección del verbo “poder” o mejor “no poder” (agarrarse a tiros) implica un deseo y a la vez un límite. ¿No puede porque es pintor? ¿No puede porque está en Argentina y la invasión es en otra parte? Volveré sobre esa imposibilidad más adelante.
Ante el impacto de la invasión a Santo Domingo y sobre todo de la guerra de Vietnam los artistas producen en sus obras fuertes tomas de posición, lo que genera un creciente conflicto con las instituciones artísticas, en particular el Instituto Di Tella, principal institución artística privada patrocinante del arte experimental, que pretendía mantenerse al margen de esos dilemas. Un hito temprano en ese cariz de politización de la vanguardia, se produce en 1965 cuando León Ferrari presenta La civilización occidental y cristiana en el Premio Nacional Di Tella con una única frase: “El problema es el viejo problema de mezclar el arte con la política”. Jorge Romero Brest, director del Centro de Artes Visuales del Di Tella, le pide que retire la obra de la exposición. Se trata del impactante montaje de un Cristo de mampostería crucificado en la maqueta de un avión norteamericano de aquellos que bombardeaban Vietnam. El relato de Ferrari sobre lo ocurrido permite algunas reflexiones:

“Cuando cambié de idea sobre el arte, a raíz de los bombardeos en Vietnam, le advertí [a Romero Brest] que haría otra cosa. Cuando vio el avión montado, unos dos o tres días antes de la inauguración, lo noté preocupado. (...) Me sugirió reemplazar el avión por su maqueta o por otra pieza. (...) Yo me encontré en una suerte de disyuntiva: o tomar el camino de las artes plásticas, que indicaba o exigía retirar todo y denunciar la censura, o el camino de la política, mi propósito inicial de exponer algo precisamente allí sobre el Vietnam, en el lugar de las libertades que proclamaban los EEUU bombardeadores”.[11]

Este testimonio permite pensar dos aspectos distintos del cruce entre vanguardia y política. Primero, igual que Carreira ante Santo Domingo, Ferrari reconoce haber cambiado radicalmente su forma de hacer arte a partir del impacto que le produce un acontecimiento político. Segundo, se evidencia la temprana conciencia de la disyuntiva entre el camino “artístico” y el “político” ante la censura: si Ferrari se enfrascaba en la denuncia de la limitación de su “libertad de creación”, perdía la posibilidad (retaceada, es cierto) de expandir su denuncia política desde una vidriera privilegiada. Él priorizó el acto político. Y el acto político, aquí, era la obra de un artista participando de una muestra. Es notorio cómo pocos años después, la concepción de lo es el arte como acto político ha virado drásticamente tanto para Ferrari como para los demás integrantes de la vanguardia.

2. La revolución como experimentación
1966 fue llamado por los medios el “año de la vanguardia” por la eclosión simultánea y vertiginosa del pop, los happenings, las ambientaciones y objetos, el minimalismo y los comienzos de lo que luego se llamará conceptualismo. Ese año nace el grupo “Arte de los Medios”, cuya primera realización colectiva consistió (a través de una serie de dispositivos como una falsa gacetilla, fotos trucadas, testimonios fraguados, complicidades varias, etc.) en la difusión de un hecho que nunca había sucedido (concretamente, la realización de un happening festivo y lúdico) con el propósito de generar la repercusión de la noticia en numerosos medios masivos, y –más tarde- pasar a desmentirla. El objeto no era evidenciar la falsedad de los medios, sino una idea mucho más de avanzada para la época: señalar que los medios masivos son susceptibles de inventar un acontecimiento.
Indisolublemente vinculado al Arte de los Medios, el teórico, animador de la vanguardia y realizador de happenings Oscar Masotta vuelve sobre la unidad indisoluble de vanguardia y revolución[12]: “Cambios históricos recientes demuestran que no se puede ser revolucionario en arte y reaccionario en política”. Para él, esta confluencia se realizaba en la potencialidad política de las intervenciones artísticas en los circuitos masivos:

"Brevemente: que las obras de comunicación masivas son susceptibles -y esto a raíz de su propio concepto y de su propia estructura- de recibir contenidos políticos, quiero decir, de izquierda, realmente convulsivos, capaces de fundir la ‘praxis revolucionaria' con la ‘praxis estética’. (…) No serán los objetos de los archivos de la burguesía sino temas de la conciencia post-revolucionaria. (…) El arte de los medios es vanguardia hoy porque puede producir objetos completamente nuevos”.[13]

Sobre esa potencialidad vuelve Roberto Jacoby, principal animador del grupo Arte de los Medios, en lo que puede leerse como un diálogo diferido con el problema que se planteaba León Ferrari un año antes: “El viejo conflicto entre arte y política (...) tal vez sea superado por el uso artístico de un medio tan político como la comunicación masiva”.[14]
Entre los intelectuales de la izquierda orgánica, estos cruces entre vanguardia y revolución despertaron fastidio y resistencia. Las experiencias de la vanguardia sesentista eran asimiladas en bloque al Instituto Di Tella, y acusadas de frívolas, pasatistas, despolitizados y extranjerizantes.
Contra esa asociación, Masotta defendió el cruce productivo entre la experimentación y la teoría social y estética. Como escribe Germán García, Masotta incomoda “al insistir en llamarse marxista mientras realiza un happening, al decirse un intelectual comprometido que organiza una bienal de la historieta, al querer que se tome en serio la vanguardia plástica en ámbitos donde se hablaba seriamente de la ‘toma del poder por las armas’”. A pesar de que nunca dejó de definirse como marxista, su vínculo con la izquierda partidaria fue tenso, en la medida en que su actividad intelectual no cuadraba con el modelo de “intelectual comprometido” (sartreano) ni el de “intelectual orgánico” (gramsciano) que imperaban entonces. Y a contrapelo de la tendencia antiintelectualista que imponía el pasaje a la acción directa como medida del compromiso militante, reivindicó (para sí y para los intelectuales en general) un rol fundamentalmente teórico en el proceso histórico revolucionario.[15]
Ese mismo año 1966 se produce un giro abrupto en la realización de Ricardo Carreira, quien –como la mayoría de sus contemporáneos- abandona la pintura e irrumpe con una obra crucial en los inicios del conceptualismo argentino, que tuvo un carácter fuera de lugar, sorprendentemente inaugural de un nuevo tipo de arte. Presenta en el premio Ver y Estimar en el Museo de Arte Moderno Soga y texto. La obra consta de tres partes. La primera consistía en un hilo o una soga –según la versión– que atravesaba toda la sala del Museo de Arte Moderno. Colgaba tensa a la altura del espectador, dividiendo la sala en dos partes, de modo de afectar la funcionalidad del espacio mismo, trastocando la percepción de las demás obras allí montadas e incomodando la circulación del público.
La segunda parte de la obra se ubicaba en el cubículo o espacio delimitado que los organizadores habían destinado al artista. Allí, un fragmento del mismo material se exhibía enrollado sobre un pequeño caballete de madera.
La tercera parte, ubicada en otro espacio de la exposición (incluso algunos testimonios dicen que en otro piso del museo), consistía en algunas fotocopias, en las que se veía la imagen en negativo del hilo, y a su alrededor, un texto diseminado: algunas letras, palabras, frases.
Para abordar Soga y texto es clave la noción de discontinuidad espacial presente en la disposición segmentada en tres zonas que sólo se integran en la percepción del espectador que las vincula. Es llamativo el modo en que Soga y texto se aproxima a Una y tres sillas (1965) de Joseph Kosuth, de la cual al parecer no había llegado noticia a Buenos Aires, lo que puede dar cuenta de un clima de época común en la creatividad más allá de los flujos de información entre centro y periferia. Aunque, a diferencia de la disposición de la obra elegida por Kosuth, que favorece una actitud de contemplación en el espectador, la disposición de la soga de Carreira atravesando la sala perturba la recepción y entorpece la circulación del público. Cuando la soga se despliega, es una frontera, un parteaguas del espacio. Cuando se repliega, se convierte en trazo. Cuando se vuelve fotocopia, se torna huella. Son estos usos o disposiciones del material los que redundan en volverlo extraño, deshabituado.
Justamente, Carreira propone la noción de deshabituación para designar el efecto del arte, que incomoda de tal modo la buena conciencia adormecida que resulta intolerable. Deshabituación es mucho más que una clave estética, apunta a una teoría social: implica una apuesta por transformar la vida, por revolucionarla.
Muy poco después Carreira fabricó la Mancha de sangre, que según el recuerdo de León Ferrari fue “la más fuerte de las doscientas obras expuestas” en la masiva exposición colectiva en Homenaje al Vietnam (Galería Van Riel, Buenos Aires, 1966). Consistía en un charco sólido, realizado en resina poliéster roja, colocado sobre el piso de la sala. Carreira no se limitó a mostrarla allí: la prensa informa que la Mancha de sangre fue “exhibida simultáneamente en los mataderos y en una galería porteña”.[16] Fácilmente transportable e instalable, la Mancha de sangre lograba ambientar[17] cualquier espacio (fuera éste de exhibición artística o no), y aludir a distintas formas de violencia de acuerdo al contexto preciso en el que actuara.
Si la encerrona tautológica en la que cayó el llamado conceptualismo lingüístico podía ser un riesgo a correr de continuar en la línea de Soga y texto, con la Mancha de sangre Carreira avanzó en la politización del planteo conceptual y en la articulación precisa entre concepto y contexto.
La condición política de la mancha de sangre es remarcada por Pablo Suárez, otro integrante de la vanguardia: "Carreira hizo cosas que no tenían nada que ver en forma directa y explícita con (lo político), pero trabajó muchísimo sobre la deshabituación de los elementos visuales, y abrió la posibilidad de cargar las imágenes con un sentido (político)”. En "Compromiso y arte", su ponencia en el I Encuentro de Arte de Vanguardia (Rosario, 1968), Carreira señala que el compromiso del artista no debe medirse en términos de "exigencia moral" sino por "los grados de efectividad de este arte", para lo que no debe dejarse de lado "la búsqueda llamada formal". Búsqueda formal y eficacia política: dos vectores que no aparecían incompatibles, como señala Beatriz Sarlo: “Vanguardia y revolución: durante algunos años, los intelectuales argentinos de izquierda creímos que tensiones jamás resueltas (que habían marcado el destino de artistas como Meyerhold o Maiacovski) habían encontrado sus vías de síntesis”.[18] La revolución podía imaginarse como una máquina experimental, en estado permanente de invención.

3. El foquismo en el arte
A fines de la década del 60, las discusiones acerca de la función del arte y del artista en la revolución se vuelven cada vez más acuciantes en la medida en que la radicalización política se acrecienta y la violencia política deja de ser una apelación abstracta o distante, para convertirse en cruenta moneda corriente. En ese marco, el arte pasó a entenderse como fuerza activadora, detonante, dispositivo capaz de contribuir al estallido.
Con la percepción de estar llamada a cumplir un rol protagónico en la revolución que se percibe inminente e inevitable, la vanguardia artística pasa a entenderse a sí misma como parte de la vanguardia política e inventa su lugar en la revolución. La búsqueda de eficacia es el antídoto que esgrimen ante la ausencia de función a la que está condenado el arte en la sociedad burguesa. En palabras de León Ferrari (1968): “la obra de arte lograda será aquella que dentro del medio donde se mueve el artista tenga un impacto equivalente en cierto modo al de un atentado terrorista en un país que se libera”.
A lo largo de 1968, un significativo grupo de artistas de vanguardia de Buenos Aires y Rosario protagoniza una tajante ruptura con las instituciones artísticas a las que habían estado vinculados hasta entonces (en especial, el Di Tella), cuando buscan integrar su aporte específico al proceso revolucionario en marcha. La “nueva estética” que postulan implica la progresiva disolución de las fronteras entre acción artística y acción política: la violencia política se vuelve material estético (no sólo como metáfora o invocación, sino incluso apropiándose de recursos, modalidades y procedimientos propios del ámbito de la política o —mejor— de las organizaciones de izquierda radicalizadas o guerrilleras.
Llamamos a ese proceso el itinerario del ’68, una secuencia vertiginosa de acciones y definiciones que articulan vanguardia y revolución: irrumpir con un mitin en medio de una inauguración para apedrear y rayar la imagen del ex presidente norteamericano asesinado, John Kennedy; boicotear con una revuelta una entrega de premios en el Museo Nacional de Bellas Artes, en medio de volantes, gritos y bombas de estruendo; secuestrar durante una conferencia en Rosario al director del Centro de Artes Visuales del Di Tella, Jorge Romero Brest, en lo que definen como “un simulacro de atentado”, cortando la luz y leyendo a viva voz una proclama; reaccionar colectivamente ante la censura de una obra destruyendo las propias realizaciones y arrojando sus restos a la calle, en un episodio que definió la ruptura con el Di Tella y el encarcelamiento de una decena de artistas; actuar clandestinamente a la noche para teñir de rojo las aguas de las fuentes más importantes del centro de Buenos Aires, y finalmente producir colectivamente la más renombrada y compleja realización de esta seguidilla, Tucumán Arde, que consistió, a grandes rasgos, en un arriesgado proceso de contrainformación acerca de las causas de la crisis de una provincia del norte.
Estas acciones implican múltiples operaciones de traducción: las prácticas, recursos y procedimientos “militantes” (el volanteo, las pintadas, el acto-relámpago, el sabotaje, el secuestro, la acción clandestina, etc.) son apropiadas como materia artística. Vanguardia y revolución, violencia artística y violencia política, parecen haber encontrado su matriz común.
A partir de la correlación entre la teoría del foco en la política y estas formas de activismo en el arte, en las acciones y manifiestos que componen el itinerario del '68 es posible rastrear las definiciones de un arte para la revolución a las que estos artistas arriban: una acción artística que tenga la eficacia de un acto político, la violencia como generadora de nuevos materiales, la defensa de la especificidad artística, la ubicación de la acción artística al margen de las instituciones artísticas, la apuesta por la ampliación del público interpelado hacia sectores masivos y populares. Los artistas se comprenden a sí mismos como parte de la vanguardia político-sindical que activaba contra la dictadura del General Onganía.
Eduardo Ruano, uno de los artistas participantes, describe estas acciones como: “un hecho revolucionario que se tenía que dar no sólo en el campo de la política sino en el campo de lo artístico, a través de las formas de las obras, que fueran revolucionarias”. Una obra de arte objetivamente revolucionaria significa -como señala otro de los participantes, Juan Pablo Renzi- aquella que realice en sí misma la voluntad de cambio (político y estético) de su creador. Esto implica, además del uso de “materiales políticos” en el arte, una defensa de la experimentación formal: la revolución artística a la par de la revolución política. La nueva obra, definida como una acción colectiva y violenta, una “agresión intencionada”, aportaría a la transformación de la sociedad (inscribiéndose en la oleada revolucionaria) y al mismo tiempo a la transformación del campo artístico (destruyendo el mito burgués del arte, el concepto de la obra única para el goce personal, la contemplación, etc.).
En el itinerario del ‘68, la violencia política no aparece como alusión, denuncia o referencia, sino como materialidad, ejecución, acción. En su curso se entremezclan los usos de la violencia contra el material y contra el público que son inherentes a la historia de la vanguardia artística con las nuevas formas de la “violencia política”: “La agresión intencionada llega a ser la forma del nuevo arte. Violentar es poseer y destruir las viejas formas de un arte asentado sobre la base de la propiedad individual y el goce personal de la obra única”, declaran los artistas en 1968.[19]

4. La revolución como imperativo
Una vez interrumpida la realización de Tucumán Arde por presión de la dictadura, la deriva de este itinerario fue la disolución de los grupos y el abandono del arte de la mayor parte de sus integrantes, en algunos casos para dar lugar al pasaje a la militancia política armada, en un contexto en el que la revolución aparecía como única fuerza dadora de sentido. El asesinato de Che Guevara en Bolivia adquirió la dimensión de un mito que interpelaba a todos y a cada uno. El antiafiche realizado por Roberto Jacoby en 1969 (en el que se ve la imagen clásica del Che junto a la leyenda “Un guerrillero no muere para ser colgado en la pared”) es dilemático en la contradicción que explicita entre su formato y la prohibición de uso que encierra su texto, y también en su temprana crítica a la mitificación mediática del héroe mártir que implica.
El Cordobazo, una pueblada obrera y estudiantil que se inicia en la ciudad de Córdoba en 1969, da nuevos bríos a la insurgencia armada en Argentina. La creciente actividad de Montoneros y el ERP (Ejército Revolucionario del Pueblo), los dos principales grupos de guerrilla en Argentina, fue en los primeros años 70 el marco insoslayable de cualquier apelación a la revolución, aún cuando la apropiación que la vanguardia artística hace de la violencia armada no implica –salvo en algunos casos- la militancia concreta dentro de las organizaciones. Para entonces, los artistas ya no se reclaman a sí mismos como vanguardia, sino que trasladan ese rol a sujetos colectivos como “el pueblo” o “la organización”. En todo caso, algunos artistas se reivindican parte de o subordinados a esas fuerzas sociales o políticas. Definirse como vanguardista deja de ser considerado un valor.
Lo que se diluye en esta última fase de la época es el lugar específico (de la vanguardia artística) en el proceso revolucionario. Predomina la instrumentalización de la política sobre las prácticas culturales, y la labor del artista se somete voluntariamente a ser ilustración de la letra (de la política).[20] Varios artistas impulsan emprendimientos callejeros a la vez que participaban colectiva o individualmente en ocasión de distintas convocatorias institucionales, con obras que pretendían alcanzar un fuerte impacto en la esfera pública. Una de las estrategias frecuentadas entonces fue aprovechar los intersticios que las instituciones artísticas dejaban, para lograr instalar (allí también) un acto político.
Así, luego de la ruptura estrepitosa con las instituciones artísticas a fines de los 60, en los 70 los artistas retornan a ellas, en parte con tácticas de “copamiento” (ganar un jurado, aprovechar un reglamento ambiguo) que emulan de nuevo los procedimientos de la militancia, y buscan “infiltrarse” allí donde podían provocar un incidente, generar una denuncia, exacerbar una contradicción, interpelar a otros artistas o al público. La institución funciona también como un refugio ante la represión brutal instalada en la calle, que convierte a premios, museos y galerías en ámbitos en cierta medida preservados, ya no en sofocantes límites.
Muchas de las obras entonces producidas aluden irremediablemente a la violencia política no en términos abstractos, cuestión de principios o vaga estrategia futura sino en tanto contundente accionar estatal represivo, guerra, masacre, encarcelamiento y tortura; no la violencia invocada como apelación ético-estética, sino en toda su dimensión histórico-política. La violencia no es sólo parte de una expresión desiderativa: está instalada en la calle y encarnada por sujetos políticos concretos. Las alusiones a las primeras desapariciones y presos políticos, a la masacre de Trelew (ejecución ilegal de dieciséis guerrilleros detenidos en la cárcel de Rawson como represalia a un intento de fuga el 22 de agosto de 1972) y a los sucesos de Ezeiza (matanza indiscriminada por parte de las bandas armadas de la derecha peronista sobre la multitud reunida el 20 de junio de 1973 para recibir a Perón tras 18 años de exilio), otorgan a algunas de estas obras cierta condición de conmemoración pública contraoficial, de efímero memorial.
Si la escena artística experimental había estado atravesada durante la década anterior por afanes cada vez más radicales de violentar el arte y sus límites, el movimiento resulta ahora “artistificar” la violencia (política), darle estatuto artístico.
Pareciera que la noción de “realidad” que subyace a estos planteos se concibe en oposición al arte, en relación de mutua exterioridad. El arte no es “real”, lo real es la calle, lo que ocurre en la calle. Contra esto no se apela a la concepción mimética del realismo artístico (la representación artística de lo real), sino la proclama de que el arte “debe estar” inmerso en la realidad, y que es ella la que lo nutre. El procedimiento privilegiado es el de tomar fragmentos de lo real y señalarlos, dándoles estatuto artístico, llevar la calle al museo.
En 1973, Juan Carlos Romero, Perla Benveniste, Edgardo Vigo y otros artistas armaron un gran muro de ladrillos grises, de 7 m. por 2 m. aproximadamente, atravesando la sala del Museo de Arte Moderno. Para componer el montaje emplearon imágenes y técnicas extrapoladas de la práctica política inmediata: la consigna y los afiches con los que el ERP empapelaba la ciudad: “Ezeiza es Trelew”.
Un signo para pensar la puesta en cuestión de la autoría a partir del borramiento del nombre propio es la foto elegida por el grupo para presentarse en el catálogo, en la que se ve una movilización en la que se distingue claramente la pancarta de Montoneros, como si la firma de la obra estuviera dada por esa pancarta. Un círculo negro en el medio de la multitud: ellos señala que los artistas se ubicarían anónimamente entre los que sostienen la bandera. Los datos biográficos o el curriculum artístico se obvian para definirse escuetamente como “Grupo realizador: participa activa y conscientemente en el proceso de liberación nacional y social que vive el país”. Lo llamativo es que estos artistas no eran, contra lo que puede parecer, militantes orgánicos de la tendencia armada de la izquierda peronista. En todo caso, aspiraban a sentirse parte de esa vanguardia (política).
En la exposición colectiva que cierra el recorrido de “Ezeiza es Trelew”, Edgardo Vigo realiza un llamado a la acción. Monta una suerte de altar en el que cuelgan una ametralladora y un ramillete de flores de plástico, típicas ofrendas en los cementerios populares. Debajo, una placa recuerda al presidente chileno Salvador Allende, derrocado y muerto ese mismo año, y al poeta Pablo Neruda. Hasta allí, la obra podría haber pasado por un homenaje convencional a dos íconos de la abortada revolución chilena. Pero un cartel en la propia obra alerta contra los homenajes “después de...” y la inutilidad de lo póstumo. Un llamado en el catálogo dice: “El propio militante/compañero debe llenar con su sangre esta botella/bomba. Su activación constante hará desaparecer el objeto para convertir su circulación sanguínea en detonante”.
En el mismo sentido, Horacio Zabala deja una serie de botellas de vidrio vacías disponibles para distintos contenidos: una flor, vino y en el medio, gasolina, en una obvia alusión (o instrucción) para la construcción casera de bombas molotov.
El arte se autopercibía inútil para hacer la revolución. Había llegado la hora de matar o morir.

5. La revolución es arte
Como parte de las intervenciones de apoyo de varios artistas latinoamericanos a la Unidad Popular, Luis Felipe Noé publica en Santiago de Chile, en 1973, el opúsculo El arte de América Latina es la revolución, que concluye: “la investigación de lenguaje, la pintura ya se ha agotado”. “El arte es revelación y sólo hay una forma de revelar la imagen de América Latina: la revolución (…) La revolución no se representa. Se hace”. Cierra con un razonamiento tautológico: “La revolución no sucede en el arte, el arte no va a hacer la revolución. El arte es la revolución cuando la revolución es arte y la revolución es arte cuando es revolución”. Siguiendo el recorrido del mismo Noé, que para entonces –como la inmensa mayoría de los integrantes de la vanguardia- había abandonado la producción artística, podemos trazar la parábola de las ideas-fuerza vanguardia y revolución a lo largo de la época: si en 1960 concebía la nueva pintura como una revolución (artística), y en 1965 defendía la especificidad del quehacer artístico como aporte específico a la revolución, en 1973 sostiene que la revolución (política) es la única manifestación artística válida.
En síntesis, a lo largo de las sucesivas fases que recorrí aquí muy sucintamente, se articulan de modos distintos –incluso contrapuestos- los conceptos de vanguardia y revolución. En la primera fase, el arte aparece como una forma válida de acción, y producir arte de vanguardia equivale a ser revolucionario. En la segunda fase, el arte deviene en acción, y la acción artística lleva –por contacto, por deriva o consecuencia- a la acción política. La radicalización política de los artistas los intima a buscar un efecto inmediato de sus producciones sobre la esfera de la política. Por último, en la tercera fase, que se clausura con el golpe de Estado de 1976, el arte pasa a ser algo ajeno a la acción política, que es lo único real. Ya no es válido mantenerse en el terreno del arte y, de alguna manera, el asalto a la política termina convertido en un asalto de la política.

El legado
¿Qué sentido(s) tiene estudiar hoy estas producciones y debates, que aparecen tan contrastantes con los que nos atraviesan actualmente, en su optimismo extremo y radical? ¿Qué rastros de estas intensidades pasadas persisten luego de la tremenda derrota que implicaron las dictaduras latinoamericanas de los 70 a los proyectos emancipatorios del continente? ¿Qué quiebres, ausencias y supervivencias de las ideas-fuerza vanguardia y revolución se manifiestan en las experiencias que vienen rearticulando en la última década los lazos entre arte y activismo, entre acción creadora y transformación del orden existente?
Bosquejaré algunas puntas en el camino inconcluso (y todavía en proceso) de responder estas preguntas. Dos coyunturas vinculadas al surgimiento de nuevos movimientos sociales en Argentina son cruciales en la aparición, la multiplicación y la vitalidad de las nuevas prácticas de arte activista. La primera, a mediados de la década del 90, es el surgimiento de HIJOS, agrupación que reúne a los hijos de desaparecidos, y la invención de los escraches, su particular modalidad de protesta. La segunda coyuntura, en las inmediaciones de la rebelión popular de diciembre de 2001, dio lugar a la aparición de creativas y masivas manifestaciones de protesta que involucraron muchas veces a artistas.
Y aunque no se hable en los grupos de la última década en términos de revolución ni de vanguardia, ello no implica que renuncien al legado de las experiencias de arte y política de los 60, los 70 y sobre todo los 80 (pienso especialmente en el Siluetazo, la mayor realización visual colectiva en el marco de la resistencia a la última dictadura que encabezan las Madres de Plaza de Mayo). Ni tampoco significa que abandonen la voluntad de incidir y cambiar las condiciones de existencia (propias y ajenas) a partir de prácticas creativas. Un ejemplo concreto lo proporcionan los escraches, que no sólo toman partido contra la impunidad de los genocidas de la dictadura -libres gracias a las leyes del perdón y a los indultos otorgados por sucesivos gobiernos democráticos- sino que apuestan a generar condena social entre los vecinos, al reactivar una demanda que había quedado adormecida y actuar modificando lo que parecía perdido o clausurado. La potencia instituyente de esta práctica creativa activista –que contribuyó considerablemente a la actual reapertura de los juicios a los represores en Argentina- no me parece cosa nada menor a la hora de pensar en la vitalidad de los debates sobre arte y revolución.


[1] Claudia Gilman, Entre la pluma y el fusil, Buenos Aires, Siglo XXI, 2003, p. 174.
[2] Regis Debray, “El castrismo: la Gran Marcha de América Latina”, en revista Pasado y presente, nº 7/8, Córdoba, octubre 1964-marzo 1965, p. 158.
[3] Cristina Tortti, “Protesta social y 'nueva izquierda' en la Argentina del Gran Acuerdo Nacional”, en: Alfredo Pucciarelli (coord.), La primacía de la política, Buenos Aires, Eudeba, 1999, p. 207.
[4] Oscar Terán, Nuestros años sesentas. La formación de la nueva izquierda intelectual en la Argentina, 1956-1966, Buenos Aires, Puntosur, 1991.
[5] Lo señala Rodrigo Alonso en su intervención en: VVAA, Vanguardias argentinas, Buenos Aires, Libros del Rojas, 2003.
[6] Gerald Raunig, “The Many ANDs of Art and Revolution”, artículo incluido en este mismo volumen de Brumaria.
[7] Las vanguardias políticas localizan a las vanguardias artísticas y, bajo ciertas circunstancias, las sustituyen, dice Hal Foster, en:, El retorno de lo real. La vanguardia a finales de siglo, Madrid, Akal, 2001, p. 177.
[8] “Triste fiesta del Arte Destructivo”, en: del Arte, Publicación Mensual Panamericana, Buenos Aires, nº 6, diciembre de 1961), firmada por E.A.Z. [quizá Enrique Azcoaga, secretario de redacción de la revista].
[9] Cit. en Andrea Giunta, Vanguardia, internacionalismo y política, Buenos Aires, Paidós, 2001.
173.
[10] Testimonio incluido en nota sin firma, en: revista Confirmado, Buenos Aires, 4 de junio de 1965.
[11] Carta de León Ferrari a Andrea Giunta, cit. en: León Ferrari, cat., Buenos Aires, Centro Cultural Recoleta, Buenos Aires, 2004, pp. 126-129.
[12] Uno de los happening de Masotta, Para inducir al espíritu de la imagen, tuvo lugar en el Di Tella en noviembre de 1966. Durante más de una hora cuarenta hombres y mujeres mayores, vestidos pobremente, se expusieron a ser mirados fuertemente iluminados y “abigarrados en una tarima”, a cambio de una paga como extras teatrales. Masotta definió su happening como “un acto de sadismo social explicitado”.
[13] Oscar Masotta, Conciencia y estructura, Buenos Aires, Jorge Álvarez, 1969, pp.14-16.
[14] Roberto Jacoby, “Contra el happening” (1966), en Oscar Masotta (comp.), Happenings, Buenos Aires, Jorge Álvarez, 1967.
[15] En: Marcelo Izaguirre (comp.), Oscar Masotta. El revés de la trama, Buenos Aires, Atuel, 1999, pp. 122-3.
[16] En: revista Análisis, nº 543, 10 de agosto de 1971.
[17] Igual que la noción de discontinuidad (que retoma de Roland Barthes), la capacidad de ambientación de los medios artísticos es otra idea que Masotta desarrolla al pensar en las derivas del arte contemporáneo. Retoma el eslogan del canadiense Marshall McLuhan (“los medios ambientan”) para sugerir que distintos medios constituyen mensajes distintos, y avanzar a partir de allí en un despojamiento de la condición visual de la obra. Cfr. Ana Longoni, “Oscar Masotta: vanguardia y revolución en los años sesenta”, estudio preliminar a Oscar Masotta, Revolución en el arte. Pop art, happenings y arte de los medios, Buenos Aires, Edhasa, 2004.
[18] Beatriz Sarlo, “El campo intelectual: un espacio doblemente fracturado”, en: revista Punto de Vista, 1984, publicada luego en Saúl Sosnowski (comp.), Represión y reconstrucción de una cultura : el caso argentino, Buenos Aires, Eudeba, 1988, 96-108.
[19] Declaración de la muestra de Tucumán Arde en Rosario, noviembre de 1968, cit. en Ana Longoni y Mestman, Mariano, Del Di Tella a Tucumán Arde, Buenos Aires, El cielo por asalto, 2000.
[20] Retomo aquí una idea de Justo Pastor Mellado, Breve novela chilena del grabado, Santiago de Chile, Ed. Economías de guerra, 1995.

2 comentarios:

SantiagoF dijo...

La nota me pareció muy interesante, peor sobre odo me interesa la revista, me gustaría saber si hay forma de conseguirla en donde yo vivo, en Paraná, muchas gracias por la información si es que la tienen.

Prisci dijo...

Hola
a mi me gustó mucho el texto. Estoy estudiando en Bella Artes (UNLP) y tengo un trabajo que es un ensayo de una obra de Magdalena Jitrik, creo que de alguno modo puede me ayudar también el texto.
Perdón por el "portunhol"...
hasta luego.